
¡Jaque mate, Papá! No importa cuán pequeño, insignificante, impotente o ignorado se sienta alguien; no importa cuán distante e insuperable parezca una meta; siempre hay un juego para jugar, en el que uno será vencedor. Al recordar el año en que cumplí trece años, puedo decir que jugué el juego de mesa más importante de mi vida, un juego de ajedrez, en el que yo era simplemente un simple peón indefenso. El tablero era nuestra casa, donde dieciséis piezas se movían para emular la analogía perfecta. Ocho peones, dos alfiles, dos caballos, dos torres, una reina y un rey; estos habrían sido el conteo correcto de piezas de ajedrez, aunque en nuestro juego simplemente reconocía a la reina y al rey. El hecho fue que todos nos movíamos para obedecer las reglas del rey. En un juego real, hay dos equipos de piezas de ajedrez; cada equipo se mueve hacia el extremo opuesto del tablero para acorralar al rey del otro equipo. Nuestro juego no era convencional porque sólo había un equipo, cuyo