Vapor y Rocío
Hace cientos de años, en el cielo de la selva amazónica
volaba una enorme bandada de pájaros, únicos de esa zona de la geografía de la
Tierra. Eran aves muy hermosas por su exquisito plumaje blanco con sutiles
destellos de oro. Su pico parecía haber sido labrado de un finísimo marfil pulido
casi dorado, sus ojos eran muy redondos de azul índigo intenso. Según los
humanos, el color de sus ojos era símbolo de una sabiduría y una paz espiritual
que llamaba a una meditación profunda.
El canto de estas aves era tan único como su belleza,
emitían un canto de notas muy suaves, pero al mismo tiempo agudas que lograban
hacer vibrar el alma de cualquier ser viviente que lo escuchara.
Los humanos decían que eran aves milagrosas, que con sólo
escuchar su canto las enfermedades del cuerpo y de la mente se curaban.
Por todas estas razones la raza humana cazó esta ave tan magnificente hasta un punto crítico de
extinción. Viajeros de todo el mundo aventuraban en la selva amazónica para
poder atraparlas; muchos cazadores furtivos hicieron cuantiosas fortunas con
sus ventas por todo el mundo.
El espíritu de estas aves no soportaba que lo encarcelaran
y dejaban de cantar y a corto plazo morían. Así fue como sus números fueron
decayendo y esa bellísima especie de ave llegó a ser casi totalmente
exterminada.
Para huir de esta despiadada cacería y de la persecución,
un par de ellas, Vapor y Roció, se introdujeron más profundamente en la selva.
Escogieron un lugar casi inaccesible al ser humano; construyeron una cueva
subterránea con un pasadizo muy estrecho en la cúspide de la meseta desde donde
cae la cascada de agua más alta del mundo. Sólo salían cuando era necesario
para asolearse y buscar comida y agua.
El mundo dejó de escuchar aquel hermoso canto y se privó
a sí mismo de la celestial belleza de esa ave.
La mayor ambición de muchas personas siguió siendo el
poder tener una de esas aves atrapada en una jaula.
Manuel era un hombre muy, muy rico que tristemente había
perdido a su esposa producto de una penosa enfermedad y se quedó solo con
Lucía, su pequeña hija. Lucía pasó de ser una niña feliz e inquieta, a ser una
niña extremadamente taciturna y triste. Rompía sus silencios más profundos para
decirle a su papá, “Quiero escuchar el canto bonito de un ave muy blanca. Mi
mamá siempre me decía que cuando ella se quedara dormida para más[IP1] nunca despertar, me acompañaría con el canto de un ave
muy bella.”
En aquel lugar recóndito donde vivían aislados Vapor y
Rocío, un día que salieron a asolearse y buscar qué comer; una flecha atravesó
el cuerpo de Rocío y cayó desplomada aparentemente sin vida al suelo. Vapor
tuvo que huir para no ser preso de otra flecha asesina. Desde ese día, Vapor
vivió sumergido en una soledad muy amarga y cruel; no sólo había perdido a su
pareja, al amor de su vida; sino que se podía decir que ahora sí, su especie se
extinguiría en su totalidad. Lo único que lo ayudaba a seguir viviendo era el
sentimiento de orgullo de ser la última ave de su especie a la que el hombre no
había podido aún quitarle la vida.
Aquella flecha que había atravesado el cuerpo de Rocío
provino del arco de uno de los indígenas de aquella zona selvática. Los nativos
se llevaron el cuerpecito moribundo de Rocío, le curaron la herida profunda y
Rocío revivió. Se convirtió en un ave prisionera. Poco después, la llevaron a
una ciudad donde la vendieron al mejor postor: el hombre más rico de todo el
país.
Este hombre rico mantenía cautiva a Rocío en una jaula de
oro muy grande que se encontraba en un jardín muy bello. Era el padre de
aquella niña taciturna que ansiaba escuchar el canto melodioso de un ave
blanca.
Rocío nunca cantaba, era un ave triste que comía muy
poco. Se podría decir que sólo vivía para morir. Por las tardes, Manuel se
sentaba al lado de su jaula y la observaba. Quería entender su tristeza y que
ella entendiera la de él y la de su hija. “Yo sé que no debe ser fácil querer
surcar los cielos con tus alas ágiles y estar metido en una jaula. Nosotros te
vamos a cuidar mucho, te vamos a querer mucho. Siempre vas a tener comida y
nuestra compañía. Si me entiendes, por favor deja que tu sutil garganta entone
tu canto espléndido. Mi niña va a sentir la compañía de su mamá a
través de tu canto.” Sus ojos se llenaban de lágrimas. Los redondos ojos azul
índigo de Rocío lo miraban, parecía entender lo que le decía, pero así mismo no
cantaba; tal vez si ella hubiese podido decirle algo también le contaría la
tristeza profunda que su alma sentía.
Pasaron muchos días y los cuatro: Manuel. Lucía, Rocío y
Vapor cada uno seguía sumergido en una tristeza infinita.
Un día cuando Manuel se sentó al lado de la jaula escuchó
un canto corto y muy bajito que más bien recitaba una palabra, “Ángel, Ángel,
Ángel.” Se sintió muy intrigado. Aquel susurrar se repitió por varios días cada
tarde. Un día Manuel sacó de la jaula una de las plumas de Rocío y fue al
mercado donde la había comprado. Se acercó a un grupo de indígenas que siempre
iban a vender las frutas y animales que traían de la selva. Les preguntó que si
ellos sabían dónde había sido atrapada aquella ave blanca y le dijeron que en
el Salto del Ángel.
Manuel se quedó atónito pues creyó entender que Rocío le
estaba pidiendo que fuera a esa caída de agua. Organizó entonces su expedición
para escalar el Salto Ángel.
Fue un viaje muy difícil, pero logró llegar al lugar desde
donde comenzaba a caer aquella agua cristalina. Era un espectáculo casi
indescriptible. Si ese era el hogar de Rocío, no podía menos que entender
profundamente la tristeza en la que vivía sumergida. En aquel silencio amplio y
profundo se escuchaba de tanto en tanto un canto sutil e infinitamente
melodioso que nacía de la tierra de aquella meseta. Siguiendo este canto, se
dio cuenta que había un hoyo muy redondo que parecía conducir a una cueva
pequeña.
Manuel se sentó al lado de este hoyo a esperar que saliera
aquel animal que habitaba en aquella cueva. Muy pronto salió Vapor que se
disponía a cumplir una vez más con la triste rutina de su vida. Al ver aquel
intruso trató de volar rápidamente para refugiarse en su guarida, pero Manuel
tapó el agujero con una de sus manos, “¡Por favor, no me temas! Le dijo con
mucha sutileza para no asustarlo aún más. Vapor trató entonces de alejarse.
Manuel sacó la pluma de Rocío de su bolsillo y se la mostró. “Mira, es una
pluma de tu compañera. Ven conmigo por favor. Yo te llevaré con ella.” Le dijo
casi suplicándole y con ojos que ya casi lloraban. Vapor cambió la fuerza de su
aleteo como entendiendo la emoción de las palabras de aquel forastero.
Manuel se levantó y comenzó su odisea de regreso y
siempre sintió que aquella ave le seguía. Este viaje de regreso estuvo
reforzado por una fuerza divina que lo hizo tal vez más corto y seguro. Cuando
llegó de regreso a su hogar y Vapor se posó muy cerca de la jaula que mantenía
encerrada a Rocío, los ojos de aquellos dos alados seres brillaron intensamente
al posarse los unos en los otros. Manuel percibió el destello de aquella
indescriptible felicidad y se sintió envuelto en ella.
Abrió la puerta de la jaula y fue Vapor quien voló para
introducirse en ella. Luego Manuel corrió a la casa a abrazar a su hija. Cuando
la abrazaba, Lucía le dijo muy emocionada, “¡Papá, escucha, escucha! Mi hermosa
ave blanca está cantando.” Hacia muchísimo tiempo que Lucía no versaba palabras
que denotaran emoción; su rostro estaba adornado por una sonrisa espléndida.
“¡Vamos al jardín!”
Al llegar al jardín se sintieron profundamente conmovidos
al ver aquellas dos aves regocijadas el uno en el otro y sin decir palabras, se
sentaron a escuchar la sutileza de aquel hermoso trinar.
“Yo no sé de dónde vino esa otra ave blanca, papá. Pero
yo quiero que las liberes a las dos. Mi ave y yo hemos vivido muy tristes todo
este tiempo. Déjalas libres para que canten para otros niños que como yo
extrañan a sus mamás y a su vez ellas sean felices cantando y volando por todo
el cielo.” Dijo Lucia sin dejar de mirar a las aves.
Manuel, sin musitar palabra alguna, abrió la puerta de la
jaula y las dos aves salieron y volaron raudas por el cielo.
Vapor y Rocío regresaron a su hábitat en El Salto Ángel
donde vivieron por muchísimos años más, tuvieron muchos, pero muchos hijos.
Manuel invirtió mucho de su fortuna para ayudar a crear
planes de conservación y protección de animales en peligro de extinción, que
probaron ser muy efectivas. Lucía ahora siempre se sentaba en el jardín y el
canto de cada pájaro le hacía sentir la presencia de su mamá, aunque el ave que
cantara no tuviese aquel exquisitamente melodioso canto ni que fuese un ave
blanca con destellos dorados y ojos azul índigo. Lucia volvió a ser una niña
conversadora y traviesa.
Que H E R M O S A historia, romántica, tierna, dulce, una de las que más me ha gustado!!!
ResponderBorrar¡Gracias, Bendiciones!
ResponderBorrarQué hermoso cuento! Me encantó leerlo, disfruté cada parte ❣️ Espero que sigas encantandonos con tus cuentos tía. Un abrazo de tu sobrina Alejandra ❤️
ResponderBorrar¡Gracias por tu seguimiento! Cada lector es un pilar de apoyo, y cada comentario tan bonito es un voto de confianza para seguir escribiendo. ¡Dios te bendiga mi niña bonita!
BorrarSimlimente HERMOSAAAAAAAAAAAAA Historia!!
ResponderBorrarGracias, muuuuchas gracias por ser consecuente con la lectura de mis historias. ¡Que Dios te bendiga!
BorrarComo pa hacer una pelicula,pero no con Disney.
ResponderBorrarQue te parezca material para llevarlo a la pantalla, son palabras mayores, ¡Eso es muy halagador! ¡Bendiciones!
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