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Mostrando las entradas de junio, 2021
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El Carro de San Nicolás Sara y Alicia eran dos hermanas muy unidas. Las familias de ambas compartían mucho tiempo juntas, especialmente los días de festividad navideña. Ese 24 de diciembre de 1956 no fue la excepción; para aquel entonces eran 6 los hijos de Sara y 9 los de Alicia; sus edades iban desde los 17 hasta 1 año. Ese año habían planeado salir a pasear a sus hijos por toda la ciudad, querían que los niños disfrutaran del ambiente decembrino, que vieran las fachadas de las casas adornadas con luces navideñas engalanando más la espera de la llegada del Niño Jesús. De regreso a casa después de este paseo cenarían la modesta cena navideña, de hallacas, ensalada y pan de jamón y tomarían un sorbito de vino La Sagrada Familia antes de irse a dormir en sus respectivas hamacas debajo de las cuales el Niño Jesús les dejaría un juguete. Sumando los números, eran 17 personas las que necesitaban transporte para hacer el tour por los alrededores de la ciudad; como mínimo necesitarían
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  Una Locha y Un Bolívar Había una vez un anciano, Don Simón, que se ganaba la vida vendiendo “ paledoñas ”; su esposa las hacía y él las vendía. Todas las mañanas salía con una olla llena de estos ricos manjares, siempre se paraba en la misma esquina a venderlas. Cada paledoña costaba 12.50 céntimos de bolívar. En aquellos buenos tiempos había una moneda que tenía este exacto valor y era conocida por el nombre “locha”. La locha era casi del mismo tamaño que un bolívar; el bolívar representaba 100 céntimos; por lo tanto, cada bolívar contenía 8 lochas. A una cuadra de donde se paraba Don Simón a vender sus paledoñas vivía una familia muy pobre. Audoeno y Alicia tenían 6 niños. Audoeno era un humilde carpintero que trabajaba arduamente para mantener a su familia. Cada bolívar representaba mucho para el sustento diario de este cuadro familiar. Una tarde uno de los niños se acercó a Alicia y le dijo: “Mamá tengo mucha hambre.” Aún faltaba mucho para la hora de la cena y ella no te
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Una Flauta para Nicolás Érase una vez un niño llamado Nicolás . Nicolás vivía con su abuelita en un pueblo pequeño; hacía muy poco tiempo que su abuelito había fallecido. El abuelito de Nicolás tenía una flauta y todas las noches la tocaba; Nicolás se sentaba en el piso muy cerca de su abuelito y se sentía transportado a un mundo de ensueño mientras escuchaba la melodía que su abuelito tocaba. Un día cuando su abuelito cayó muy enfermo lo llamó a su lecho y le regaló su flauta, “Ya pronto voy a quedarme dormido para siempre, pero siempre tendrás mi cariño. La música de esta flauta te ayudará a no sentirte solo, porque te acercará a amigos muy fieles.” Nicolás le dijo con lágrimas en los ojos, “Yo no quiero que te quedes dormido para siempre, yo quiero que seas tú el que toque la flauta. Yo no sé tocarla.” El abuelito sonrió, le limpió sus lágrimas y le dijo, “Claro que sabes tocarla, ya verás lo bien que la tocas.” Pocos días después, el abuelito de Nicolás cerró sus ojos para sumerg
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Lincho y Buzno Había dos potreros contiguos en las afueras de una ciudad; uno de los dos potreros era un criadero de caballos y el otro era un criadero de burros. Los caballos eran criados y entrenados para ser caballos de carrera y los burros eran adiestrados para transportar cargas pesadas. Estos criaderos estaban separados por una cerca alta a través de la cual ambas especies de équidos podían verse. Entre todos los caballos había uno llamado Lincho y entre los burros había uno llamado Buzno; ellos dos tenían algo en común y era que ambos vivían muy inconformes. Lincho estaba cansado de que lo hicieran correr, sentía que su vida se había convertido en rutinaria; ya no sentía ningún incentivo en mejorar su carrera. Aquello de correr para que el ganador fuese el jockey que lo montaba, le parecía muy absurdo. Encima, le daban latigazos para que corriera más rápido; y aquello de que le pusieran gríngolas era muy incómodo.  Lincho miraba hacia el potrero vecino, allí la vida