Las Tres Saritas
Érase una vez un señor muy adinerado, Don Antonio
Villasmil, su matrimonio había sido bendecido con el nacimiento de gemelos. El
nacimiento de estos gemelos tristemente marcó la pérdida de la vida de su amada
joven esposa.
El joven viudo se consagró a criar a sus dos hijos, Isaac
y Alfonso, con la mayor abnegación de padre.
Había sido hijo único y había heredado la cuantiosa
fortuna de su padre. Era dueño de una inmensa hacienda de ganadería equina. En
sus corrales se criaban caballos pura sangre que eran exportados a todos los
países del mundo.
Cuando sus dos hijos se hicieron adultos, uno de ellos,
Alfonso, se enamoró de una joven muy pobre que era parte de la servidumbre de
su mansión. Cuando Don Antonio conoció de este enamoramiento lo tildó de irracional
y le hizo saber a su hijo de su total desaprobación.
Alfonso, quien se había enamorado perdidamente de Ana,
desconoció totalmente la opinión de su señor padre y le propuso matrimonio a su
dulce amada.
Don Antonio le advirtió que si daba ese paso tendría que
irse de su casa y que lo desheredaría. Alfonso con mucho dolor, por la
inflexibilidad de su padre, tomó la decisión de alejarse para construir una
vida al lado de Ana.
“Lo siento mucho Papá. Mi decisión de casarme con Ana no
la cambiará nadie. Mi amor por ella está por encima de todo. Lo único que te
pido es que me des un caballo para tener en qué marcharme, te prometo que nunca
te pediré nada más.” Dijo Alfonso a su padre con un sentimiento de dolor muy
profundo.
“Ve a las caballerizas y escoge el caballo que quieras.
Te deseo que seas muy feliz.” Le respondió tratando de mostrar una indiferencia
que estaba muy lejos de sentir. Por su parte, Isaac se sintió devastado por el
rompimiento que había acontecido entre su hermano gemelo y su amado padre, pero
no trató de mediar entre ellos pues conocía muy bien el tesón del carácter de
ambos. Con todo el dolor que sentía por saber que su hermano se alejaría,
entendía su decisión y esperaba que su padre recapacitara y a corto plazo buscase
a su hermano para reconciliar sus diferencias.
Pasó el tiempo y ninguna de las dos partes buscó un
acercamiento. Don Antonio siguió siendo muy fructífero en su cría de caballos,
aunque sufría calladamente la ausencia de Alfonso. Isaac siempre extrañó a su
hermano gemelo, pero nunca más supo de él.
Alfonso se había ido a un pueblo lejano, se casó con Ana.
Formaron una pareja muy feliz. Fueron bendecidos con una hermosa hija a quien
llamaron “Sara”, como se había llamado su madre, la esposa de Don Antonio.
Tristemente la historia familiar se había repetido y Ana falleció con el
nacimiento de la pequeña Sara.
Alfonso se había dedicado a la fabricación de herraduras
de caballos. Después que falleció su joven esposa, se entregó aún más a su
oficio y a velar por su Sarita.
Por su parte, Isaac se casó muy poco después de la
partida de Alfonso. Su joven esposa pertenecía a una familia adinerada del
ámbito de la cría de caballos. A corto plazo nació de su unión una pequeña a la
que también llamaron Sara. La esposa de Isaac, Eloisa, había sido muy enfermiza
toda su vida y falleció poco después del nacimiento de su hija.
Habían transcurrido ya 10 años desde que hubo aquel
rompimiento familiar. Don Antonio se había convertido en un anciano iracundo y
extremadamente callado. Pasaba sus días encerrado en su habitación. Le había
entregado totalmente a Isaac las riendas de su cría de caballos.
Isaac y Alfonso nunca se olvidaron el uno del otro, a
pesar de que en el transcurso de todo este tiempo no se habían encontrado de
nuevo.
Sus niñas, las dos Saras, a quienes llamaban “Sarita”,
eran dos niñas muy lindas, con cabello azabache y ambas con bellísimos ojos
verde esmeralda. Si alguien las hubiese conocido a las dos hubiese pensado que
eran hermanas por la impresionante semblanza física que compartían.
Tenían casi la misma edad, su parecido era sólo físico, más
eran niñas muy diferentes en sus caracteres.
Sarita la hija de Alfonso era una niña muy generosa y juguetona;
tenía muchos amiguitos en su escuela y entre los vecinos. Se había criado sin
lujos, pero nunca había carecido de las cosas más importantes que hacen una
vida placentera. Cuando era muy pequeña su papá le regaló una cotorra a quien
llamaron Sarita.
Sara y su cotorra eran amigas inseparables. Sarita era
increíblemente parlanchina, todo lo que oía lo repetía, pero su palabra
preferida era “Sarita”. Sara le cantaba y ella bailaba. Sara nunca la guardó en
una jaula, ni tampoco cortó sus plumas para que pudiera volar.
Sarita volaba por los aires de aquel apacible pueblo,
pero siempre volvía a su casa.
Sara la hija de Isaac, quien había sido criada con todos
los lujos posibles, era una niña egoísta y demasiado consentida. Nunca estaba
satisfecha con lo que tenía, se aburría muy rápido de los juguetes que su papá
le compraba. No tenía amiguitos porque no le gustaba compartir nada con nadie.
Sus gustos eran cada vez más exquisitos y no sentía complacencia con nada.
Un día Sara, la niña rica, le dijo a su papá, “Anoche soñé
con una cotorrita muy bonita, verdecita como mis ojos y muy parlanchina y
bailadora. Yo quiero que me traigas una cotorrita igual.”
Isaac al escucharla suspiró profundamente pues sabía el
compromiso con el que su hija consentida lo enfrentaba al pedir un capricho
nuevo.
“Le pediré a mis empleados que salgan a galopar por el
bosque para que traten de atrapar una cotorra. Pero mi niña, tienes que ser
paciente. Las cotorras no son fáciles de atrapar.” Le dijo a su Sarita con
mucho amor.
Isaac le pidió a su capataz que organizara un grupo de
empleados para que galoparan en la espesura del bosque para que trataran de
atrapar una cotorra que fuera lo más verde posible, que sería un regalo para su
niña.
Aquella orden fue tomada muy en serio y día tras día
salían a galopar los empleados de Isaac en busca de una cotorra. Pusieron
trampas en las alturas de los árboles en un área extensa.
Sarita cayó presa en una de las tantas trampas y fue
llevada a la mansión de Isaac. Consecuentemente la cotorrita no volvió a su
casa.
Isaac se sintió muy complacido por la labor de captura de
sus empleados. Le compró una jaula preciosa a la cotorrita y se la presentó a
su pequeña, “Aquí tienes lo que me pediste.”
Sara de Isaac, miró con ojos de encanto a aquella cotorra
que lucía muy asustada y le pareció que su papá le había traído exactamente la
cotorrita con la que había soñado, “¿Habla y canta?” Le preguntó sin separar sus
hermosos ojos verdes de aquella ave psitácida.
“No lo sabremos hasta que no se acostumbre a su nuevo
hogar. Puede ser que no, porque es una cotorrita salvaje. Tú le puedes enseñar
a que hable y a que cante.” Isaac se sentía muy feliz al ver la complacencia
que acusaba la mirada de su Sarita.
En el otro lugar de esta historia, estaba nuestra otra
niña, quien lloraba la ausencia de su cotorrita, “Sarita no volvió hoy a
nuestro patio, papá. Debe estar perdida en el bosque. La puede atrapar un lobo
y comérsela.” Sara de Alfonso lloraba.
“Le pediré a nuestros vecinos que salgamos a buscarla. Ya
verás que la encontraremos; ella puede ser que regrese por sí sola. Esta es su
casa.” Alfonso sentía que su corazón se desgarraba al ver el dolor de su hija.
La cotorrita no salía de su profunda tristeza de sentirse
atrapada; por lo tanto, no hablaba. Y por supuesto, la búsqueda de los
pueblerinos había sido infructuosa.
“Yo quiero ir a buscarla.” Le pidió Sarita a Alfonso con
mucha vehemencia.
“Ya la hemos buscado hasta el cansancio. En cualquier
momento puede regresar. A lo mejor llegó a volar muy lejos y aún se encuentra
desorientada. Tienes que ser paciente y tener mucha fe.” Alfonso trató de
consolarla.
En la lujosa mansión, un día cuando la cotorra se encontraba
sola, llamó, “¡Sarita!” Al escuchar esto, su nueva dueña corrió a su lado y
pudo ver cómo la cotorrita trataba de
evadir su presencia. Se escondió y cuando la cotorrita se vio sola volvió a
llamar, “¡Sarita!”.
Fue corriendo en busca de su papá Isaac, “¡Papá, la
cotorrita habla y llama a una Sarita! Pero, no es a mí a quien llama, porque
aún me tiene mucho miedo. Yo le he tomado mucho cariño y me duele mucho su
tristeza. Yo quiero que me lleves al bosque, al lugar donde la atraparon para
ver si encuentro a esa otra Sarita. Quiero devolvérsela a su dueña.”
Isaac estaba profundamente conmovido con lo que acababa
de escuchar, le enterneció mucho saber que su Sarita tenía generosidad en su
corazón.
“Tu gesto es muy hermoso. Pero son sólo suposiciones
tuyas, puede ser que tu corazonada no te lleve a encontrar otra Sarita que sea
su dueña. Mañana temprano iremos al bosque, te lo prometo.”
Ese mismo día, Alfonso le dijo a su hija, “Tengo que ir a
la ciudad a comprar material para mis herraduras. Me demoraré un par de días.
Te quedarás en casa de Doña Petra hasta que regrese. Cuando vuelva, si Sarita
no ha regresado, te prometo que la iremos a buscar juntos.”
Al amanecer, Alfonso cabalgó su caballo y marchó en busca
de su material de trabajo.
Sarita, apenas se fue su papá, sin decirle nada a Doña
Petra se encaminó hacia el bosque para buscar a su cotorrita. Pensó que sería
una linda sorpresa que cuando su papá regresara la encontrara en su casa.
Sarita caminó por un par de horas y cuando ya estaba dentro
de la profundidad del bosque comenzó a llamar, “¡Saritaaaa! ¡Saritaaaa!”
Venían, sin saber a su encuentro, cabalgando en un
hermoso pura sangre, Isaac y la otra Sarita. Pronto avistaron a la pequeña.
Tratando de no asustar a aquella pequeña, Isaac condujo
los pasos de su caballo con mucha sutileza hasta que estuvo prudentemente cerca
de ella.
No pudo menos que sentir un fuerte impacto al ver sus
ojos verdes y sus dulces facciones.
“¿Qué haces solita en el bosque?” Le preguntó.
“Estoy buscando a Sarita. Hace varios días que está
perdida. ¿Ustedes la han visto?” Le dijo con mucha inocencia.
“¿Quién es Sarita?” Le preguntó Isaac apeándose de su
pura sangre.
“Mi cotorrita.” Le contestó la niña.
La otra Sarita permanecía muy calladita montada en el
caballo.
“Y tú ¿Cómo te llamas?” Continuó preguntando Isaac, ya al
lado de la pequeña.
La niña sonrió con una sonrisa que derritió el corazón de
Isaac, “Sara, pero todos me llaman Sarita.”
“¿Dónde están tus papás y dónde vives?” La pregunta de
Isaac flotaba en abruptas emociones.
“No tengo mamá, ella se fue al cielo cuando yo nací. Mi
papá se llama Alfonso. Vivimos en un pueblo cerca de este bosque. Pero no me ha
dicho si han visto mi cotorrita.” Entonces miró a la niña que venía cabalgando
con él. Volvió a mirarlo y le dijo, “Qué
extraño, usted se parece mucho a mi papá.”
Isaac bajó su cara y se limpió unas lágrimas que habían
comenzado a manar de sus ojos.
“A veces pasan cosas muy extrañas. Ella es mi hija y mira
si no es todo muy extraño que ella también se llama Sara y todos la llamamos
Sarita. ¿Y sabes qué? Tu Sarita está sana y salva en nuestra casa. Cabalga con
nosotros. Te llevaremos a tu casa, es muy peligroso que andes solita en el
bosque. Después, si tu papá lo permite, iremos todos a nuestra casa a buscar a
Sarita.”
La niña sintió que su corazón saltaba de alegría, “Mi
papá anda de viaje, no regresará hasta dentro de dos días. Yo salí muy temprano
para buscar a Sarita. Quería darle la sorpresa de que la encontrara conmigo a
su regreso. Lléveme con Sarita, por favor.”
Isaac miró a su hija, quien con una sonrisa mostró su
aprobación.
Los tres cabalgaron entonces de regreso a la mansión.
No hablaron en todo el largo camino, aquel silencio era
como un manto de felicidad que los arropaba a los tres y los mantenía callados.
A la llegada, Sarita de Isaac tomó de la mano a Sarita de
Alfonso, “Ven conmigo, vamos a ver a Sarita.” Las dos niñas corrieron
alegremente y al llegar al encuentro de la cotorrita, ésta gritó, “¡Sarita, Sarita, Sarita!” Vibró las
plumas de su cola e infló las plumas de su cuerpo, bamboleó su cabeza de un
lado a otro, dilatando y contrayendo sus pupilas. Aquello fue todo un
espectáculo de júbilo.
Sara la de Alfonso sin preguntarle a su compañera abrió
la jaula y Sarita se posó alegremente en su mano. Era un trío de Saritas muy
felices.
Isaac fue directamente a la habitación de su padre y de
una manera muy sutil y pausada, le contó lo que acababa de acontecer.
Cuando las niñas jugaban y se deleitaban con aquel
hermoso compartir con Sarita, vinieron a la habitación Don Antonio e Isaac.
“Hola Sarita, ¿Me permites que te dé un abrazo?” Dijo Don
Antonio mirando a la Sarita recién llegada.
La niña tímidamente se acercó a su lado y se dejó abrazar.
Al día siguiente muy temprano montaron los cinco, Don
Antonio, Isaac y las tres Saritas en un carruaje hermoso tirado por cuatro
caballos imponentes. En varias horas llegaron a la humilde casa de Alfonso y
allí lo esperaron.
Cuando Alfonso regresó, se sintió muy extrañado de ver
ese lujoso carruaje en el frente de su casa. Al entrar no podía creer lo que sus ojos veían. Su
Sarita se arrojó emocionada en sus brazos, “¡Ellos me devolvieron a Sarita!¡
Mira lo que ese señor se parece a ti!¡Ella también se llama Sara!
Los tres adultos conversaron mientras las tres Saritas se
divertían en el patio.
Alfonso, su Sarita y la cotorra se mudaron los tres a
vivir con Don Antonio, Isaac y su Sarita.
Y así fue como una cotorrita puso fin a una ruptura
familiar y se formó un hermoso trío de Saritas, dos gemelos volvieron a
compartir la vida y un padre encontró perdón para su corazón injusto.
El comentario siguiente fue enviado vía Facebook por Yolanda Rodríguez:
ResponderBorrar“Hermoso cuento.”
El comentario siguiente fue enviado vía Facebook por Yasmary Soto:
ResponderBorrar“Bella historia...mi mamá Sara y sus animalitos, mi viejita bochinchera que tanto quiero. Gracias por la historia prima Ingrid Petit.”
El comentario siguiente fue enviado vía Facebook por Zulima Pedreañez:
ResponderBorrar“Lindo cuento. Con el final feliz, como me gusta.”
El comentario siguiente fue enviado vía WhatsApp por Zaida Petit:
ResponderBorrar“Muy bella historia. No re es nada difícil inspirarte, te felicito. Me encantó.”
Hermosa historia, me gustó mucho los nombres relacionados con la familia, excelente cómo siempre!
ResponderBorrarGracias por tu seguimiento. Bendiciones!
BorrarQue hermosa es
ResponderBorrarMi familia gracias a Dios por eso....y si mi abuela ispiro ese cuento le doy doble gracias a Dios
¡Dios te bendiga!
BorrarHermosoooo!!!!!
ResponderBorrar¡Dios te bendiga!
BorrarGuauuuu tía, me encanto, me recordó al cuento de las dos chelistas, casi me haces llorar, Dios te Bendiga a ti, a Tia Zaida por el cuento, tu imaginación para inspirarte en la escritura es superior. Tu tienes una agilidad para que el que entre a leer tus historias no se despegue hasta que termine la historia. Me encanta que mama sea la promotora de este hermoso cuento y si mama tenia una cotorra en Sierra maestra que se llamaba Sarita que murió lamentablemente por mi culpa, ella estaba en la ventana y yo no vi a la lora cuando cerré la ventana y callo en la lavadora, muriendo ahogada. Mama si lloro su cotorrita que era muy parlanchina. Después tubo otra y dos Guacamayo s que se los regalo Jose Luis el hijo de mi nerva. Mil felicitaciones por tu historia mi tía hermosa
ResponderBorrarRecordar a Sarita Meleán es y será siempre un gran regocijo; es como ver sus hermosos ojos verdes y su radiante sonrisa. Tía Sara fue y seguirá siendo para mí una señal de luz y éxito. Dios te bendiga querida Yuly.
BorrarEl comentario siguiente fue enviado vía Facebook por Enrique Meleán:
ResponderBorrar“Qué bello cuento, me hace acordar de mi abuela que siempre tenia cotorras en su casa.”
El comentario siguiente fue enviado vía WhatsApp por Emelina Petit:
ResponderBorrar“Bella la historia y más bello el reencuentro. Dios te guarde esa musa inspiradora que tienes. Te quiero mucho, hermanita.”
Excelente, me gustó el cuento... las cotorras son bellas y unidas a sus dueños, tengo una.
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