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                                                                   Besos de Manantial
         
Elena no se quería mirar más nunca en el espejo, ya no se acordaba cuándo había sido la última vez que lo había hecho. Cuando hablaba o reía frente a personas ajenas a su familia se cubría la boca para que nadie pudiese ver lo manchado que tenía sus dientes. Elena padecía una avitaminosis que parecía ser irreversible pues los médicos no la habían podido combatir.
Elena era la mayor de tres hermanos, después de ella habían nacido Adolfo y la pequeña María. La economía familiar se sustentaba de la fabricación de vasijas de barro las cuales eran cocidas en sus hornos caseros.
Comenzaba el naciente siglo XX y Elena pronto cumpliría sus quince primaveras, la edad ideal para que consiguiera un esposo y formara su propia familia. En aquella sociedad, la vida de la mujer cobraba su verdadero sentido cuando al transformarse en “señorita”, tendría el privilegio de convertirse en esposa y madre abnegada, para así cumplir con las labores propias de su sexo.
Sus padres, Adolfo y Sara, se sentían muy preocupados de que Elena no consiguiera ningún joven que se interesara en ella. Su hermoso rostro de facciones delicadas y juveniles eran enaltecidos por sus hermosos ojos verdes, enmarcado por una exuberante ondulada cabellera oscura que mostraba la mácula de una dentadura perfecta en construcción pero manchada por una sombría capa.
Las continuas visitas médicas, el continuo uso de medicinas y remedios caseros habían cansado ya a Elena. Estaba resignada a que viviría por el resto de su vida solterona y tendría que ver su boca con el feo adorno de unos dientes renegridos que tal vez se caerían prematuramente.
Un día escuchó lo que conversaban sus padres: “Nuestra pobre hija nunca va a encontrar un esposo; hemos agotado todos nuestros recursos, y sus dientes lejos de emblanquecer cada día parecen mancharse más.” Dijo Sara con palabras que casi se rompían en llanto.
“Tenemos la alternativa de sacarle todos los dientes y que use dentadura postiza.” Fue la triste opinión de Adolfo quien al decirlo bajó su cabeza para persignarse pidiéndole perdón a El Creador.
Las lágrimas de Sara bañaron calladamente su dulce y maternal rostro, “Creo que si tenemos que recurrir a ese extremo hemos de hacerlo, todo para que Elena no se quede solterona.”
“He escuchado de una leyenda Alemana que data de la Edad Media que dice que besar el hocico de un burro cura todos los males de los dientes. Podemos probar esa alternativa.” Agregó entonces Adolfo, limpiando con mucha ternura las lágrimas de su esposa.
Elena no pudo escuchar nada más, aquella conversación entre sus padres la había hecho estremecer de horror y asco. Sintió la imperiosa necesidad de escapar, tenía que aislarse del mundo. Por muy triste que fuese su futuro sin esposo y sin hijos, la idea de que le arrancaran todos sus dientes y tener que usar dientes postizos siendo tan joven era algo que no aceptaba, y la idea de tener que besar a un burro era totalmente inconcebible.
Corrió a su cuarto, metió en una bolsa algunas de sus pertenencias y con el corazón destrozado se escapó de su casa sin saber a dónde conducir su vida.
Elena caminó por muchas horas hasta que se encontró en un lugar donde ya no había ni casas ni personas. Había muchos árboles y el terreno era muy pedregoso, se escuchaba sólo el trinar de los pájaros. No sentía paz, sentía mucho miedo de estar sola y mucho dolor de haber huído de su hogar, pero aquella amenaza de quedarse sin dientes, de tener que besar a un burro o de terminar siendo una triste solterona habían sumido su alma en un pozo de angustia infinita y agobiante.
Ya había empezado a oscurecer; lo más sensato sería dejar de caminar para descansar. Sacó de su mochila su cobija y se acostó al pie de un árbol y se quedó profundamente dormida.
Su sueño fue profundo pero muy atormentado; soñó que el dentista le estaba arrancando uno a uno sus dientes a puro dolor, que ella gritaba desesperada y que sus padres la sujetaban a la silla gritándole, “¡Aguanta hija, que lo hacemos para que puedas encontrar un esposo!”. Dentro de aquel insoportable dolor, Elena gritaba, “¡No quiero que me saquen mis dientes, prefiero besar el
hocico de un burro!”
Bañada en lágrimas muy copiosas, con sienes retumbantes y un corazón que latía tan fuerte que amenazaba con reventarle el pecho, Elena entonces despertó; los primeros rayos del sol iluminaban el fresco amanecer.
Al abrir sus ojos pudo ver el rostro de un burro tan cerca de su cara que casi chocó con él. Lanzó un grito despavorido y saltó como un resorte.
“¡Apártate de mí, asqueroso burro!” Gritó con todas sus fuerzas.
El burro no pareció inmutarse en lo absoluto, simplemente la siguió mirando con mucha serenidad.
Aquella serenidad de alguna manera conmovió a Elena, “Bueno, por lo menos no me encuentro sola.” Pensó.
Detalló al animal y pudo ver que no tenía ni montura, ni ninguna soga atada a su cuello, todo indicaba que era un burro salvaje.
El animal mirándola con ojos bañados de dulzura se acercó a Elena como teniendo la cautela de no asustarla más y suavemente le acarició su mano con su hocico.
Elena sintió una bella sensación cuando recibió aquella caricia, para su sorpresa fue algo muy agradable y sin darse cuenta una leve sonrisa se dibujó en sus finos labios.
De una manera espontánea e inaudita, Elena se inclinó y besó al burro en su hocico; fue ahora el burro quien parecía sonreír.
Hubo un silencio en el que ya ni el trinar de los pájaros ni el movimiento de las hojas de los árboles causado por la brisa matutina se dejaron escuchar.
“Gracias, burrito.” Le dijo Elena al tierno équido.
El burro movió su cabeza suavemente hacia arriba y hacia abajo como aceptando su gratitud. Y comenzó a caminar como invitándole a que le siguiera.
Instintivamente Elena lo siguió. A corto plazo se encontraron frente a una pequeña laguna que era alimentada por una cascada que nacía de un pedregal de corta altura.
Era un paisaje muy acogedor; Elena se acercó a la laguna y ávidamente tomó mucha agua. Al doblarse pudo ver en sus cristalinas aguas su rostro con aquellos dientes renegridos.
“¡Oh, Dios!” Exclamó con profundo desencanto. Cayó desplomada en el suelo y se sumergió en un llanto desconsolador.
“¡He besado a un burro y mis dientes siguen igual de renegridos!” Repetía una y otra vez.
El animal se mantenía firme a su lado. Elena se calmó un poco, “Tú no tienes culpa de las tonterías que dice la gente, como no tienes culpa de que mis dientes sean tan feos. Tienes una carita dulce y como nunca voy a tener ni esposo ni hijos, serás mi compañero de vida y te voy a querer mucho.” Le dijo con consolada serenidad.
El burro, quien parecía entender cada palabra que Elena había dicho, comenzó a caminar con una invitación tácita para que le siguiera. Aquellos dos seres parecía que se conocían de toda la vida.
El burro caminó alrededor de la pequeña laguna hasta llegar a la cascada, Elena se dio cuenta de que aquella agua que caía del pedregal era prácticamente una cortina que cubría la entrada de una
pequeña cueva. Esa cueva se convirtió en su casa, su santuario secreto. Todos los días pensaba mucho en sus padres y en sus hermanos, sentía mucha tristeza de haberlos dejado, pero dentro de aquella tristeza sentía el consuelo de que no le iban a arrancar todos sus dientes y además, ya había
besado el hocico de un burro y eso no le había desmanchado sus dientes.
El agua de aquella laguna tenía un aroma muy peculiar; cuando se bañaba se sentía sumergida en una mezcla de abrazadores aceites vigorizantes y cuando tomaba su agua se sentía totalmente invadida de una energía celestial. Nunca más volvió a mirar el reflejo de sus dientes en el espejo de aquella laguna. El color de sus dientes no eran parte de su nueva vida.
Pasaron unas semanas y Elena y su burro hacían una vida plácida. Elena cazaba perdices y conejos, comía frutas y en los alrededores había suficiente pasto para que el burro se alimentara bien. A su burro lo llamó “Manantial”.
Un día, Elena se fue a cazar y dejó a su burro pastando. Cuando regresó, encontró a un hombre joven que le hablaba al burro, “¡Condenado sinvergüenza. Con que aquí es que has estado escondido, anda comienza a caminar que tenemos que volver a casa!”
“¡Aléjese de mi burro! ¡Si se atreve a ponerle una mano encima le reviento la cabeza a pedradas!” Gritó Elena con mucha agresividad.
El joven se volteó para ver quién se atrevía a amenazarle.
Al ver a aquella bonita criatura, no pudo dejar de admirar su belleza y sentirse un poco sorprendido de haber escuchado aquella aseveración acompañada de tal fuerte amenaza.
“Discúlpeme usted, señorita. ¿Dijo usted, mi burro?” Le dijo sin inmutarse con mucho respeto.
“No se haga el comedido, le dije que se aparte de mi burro.” Dijo Elena lista para comenzar a armarse con piedras.
“Este burro es mío, hace muchos días que se fue de mi corral.” Le explicó; seguidamente mirando al burro le dijo, “A ver, Paulino, dame un beso.”
El burro sumisamente  besó la mano del recién llegado visitante.
Elena corrió al lado del burro y le dijo, “A ver, Manantial, dame un beso.”
El burro obedientemente besó su mano.
El joven ahogado en una jocosa carcajada exclamó, “¿Manantial?” Miró al burro y le dijo: “Eres un sinvergüenza incorregible, pero tienes todas las excusas del mundo de haberte enamorado de una joven tan linda.”
Elena se sonrojó y no supo qué más responderle.

Los aguadores del siglo XIX, quienes vendían agua que tomaban del lago de Maracaibo y que transportaban con sus burros para venderla en la población.


“Permítame presentarme. Me llamo Abrahán; Paulino es parte de mi fuerza de trabajo. Yo recojo agua en el lago y con la asistencia de mis burros la vendo por todo el pueblo. Hace muchos días que Paulino desapareció y lo he venido buscando incansablemente. No dudo de que al encontrarlo solo y dado que Paulino es muy zalamero, haya pensado que no tenía dueño y lo haya bautizado con otro nombre.” La respetuosa mirada de Abrahán era cautiva de la sutil belleza de Elena. Elena estaba casi absorta envuelta en la varonil y gentil presencia de aquel joven y sin darse cuenta sonreía con mucha suavidad.
“Yo, yo, yo no quise amenazarle. Manantial…. Perdón, encontré a Paulino en este lugar y desde entonces me ha acompañado.” Le dijo bajando su mirada.
“No tiene que disculparse. Pero, sin ánimos de ofenderla, me pregunto qué hace lejos de su casa…Es peligroso que una señorita se aleje tanto del pueblo. Por sus palabras tal parece que hace varios días que se encuentra sola con Paulino.” Abrahán tenía temor de ofenderle con su curiosidad.
“Pre.., prefiero no hablar de mí. Llévese a Manantial.. perdón , llévese a Paulino, yo voy a estar bien.” Le contestó cubriéndose ahora su boca y acariciando dulcemente al burro.
“Paulino es el mejor de mis animales, pero no puedo dejarla sola. ¿Qué le parece si la acompaño a regresar a su casa?” Abrahán se sentía ya parte de la vida de aquella dulce jovencita.
“No, no tengo casa. Vaya usted de regreso al pueblo. Yo voy a estar bien.” Elena no lo miraba, sentía mucha vergüenza de que notara el color de sus dientes.
“No me ha dicho su nombre.” Le dijo con mucha gentileza.
“Me llamo Elena,” Le contestó mirando sus pies.
“Tiene usted un nombre muy bonito, tan bonito como el brillo de su sonrisa y el verdor de su mirada.” Aquellas palabras le salieron de lo más profundo de su corazón.
“¡No tiene necesidad de burlarse de mí!” Replicó Elena en un tono muy dolido. “¡Ande, tome su burro y déjeme sola!”
“Por favor, discúlpeme usted señorita Elena si la he ofendido. No pensé que decirle que tiene una sonrisa hermosa y unos ojos bellísimos habría de ofenderla. Eso se lo deben haber dicho antes.”
El rostro de Abrahán y la calidez de sus palabras desnudaban la pureza de su alma.
Elena sintió que aquel joven hablaba desde su corazón y se atrevió a mirarlo y a hablarle sin cubrirse su boca.
“Su cumplido me honra, nunca nadie alabó mi sonrisa.” Le dijo manteniendo su rostro en alto con mucha gallardía.
Abrahán la miró con ojos llenos de máxima admiración, “Tiene usted dientes de perla, y sus labios parecen dibujados por las olas de un mar sereno en el que sopla la brisa de un cielo en el que están prendidos sus ojos verde-azules, todo enmarcado por su hermosa cabellera.” Hablaba entonces el innato poeta y erudito que era Abrahán.
Elena se había quedado callada, sentía que sus palabras no eran halagos, sino bellas verdades.
“He cazado perdices, me haría un gran honor si comparte mi almuerzo, antes de continuar su camino.” Fueron las tímidas palabras de una joven que se sentía congratulada.
Una amplia sonrisa fue la manera de aceptar aquella invitación tan especial.
Elena se dispuso a preparar aquel almuerzo que compartirían aquellos dos jóvenes que estaban siendo entretejidos por las sedas del amor.
Elena al lavar las presas de las perdices en la laguna se atrevió a ver el reflejo de su rostro y pudo ver un juego de dientes blancos como perlas. No podía creer lo que veía, las palabras de Abrahán se ahondaron más en su alma.
Aquella comida fue lo más delicioso que ambos habían comido en todas sus vidas, no por el sabor sino por lo que estaba representando para aquellos dos jóvenes corazones.
“Quiero regresar al pueblo con usted.” Se atrevió a decir Elena.
“Me siento muy honrado de que acepte mi compañía. Si quiere puede quedarse con Manantial, puedo ver que se han encariñado el uno con el otro.” Le dijo Abrahán sin poder retirar su mirada de la de ella.
“Oh, no podría aceptarlo. Paulino es suyo. Es cierto que hay entre nosotros un afecto especial.Pero no puedo aceptarlo, le aseguro que Paulino significa algo muy grande para mí.” Le contestó Elena temblando de la emoción.
“Se llama Manantial.” Los labios de Abrahán eran ahora un manantial de amor.
Ambos, a un paso muy apacible, tomaron el camino de regreso al pueblo, deseando que se hiciese infinitamente largo para poder disfrutar lo más posible la compañía el uno del otro.
Cuando ya estaban muy cerca del pueblo, Elena dijo, “Yo sigo sola de aquí en adelante, mis padres no pensarán nada bueno si me ven regresar con un hombre, aunque es usted el más respetuoso y gentil de todos los caballeros.”
“Respeto su apreciación de los hechos.” Aceptó Abrahán.
Elena regresó a su hogar donde la habían extrañado y buscado hasta el cansancio. La felicidad y euforia fueron máximas al ver que sus dientes eran blancos como divinas perlas. Elena les contó a Adolfo y Sara todo lo que había acontecido desde el mismo momento que escuchó la conversación de ellos dos.
Sus padres entendieron todo y bendijeron a Manantial por haberle devuelto la blancura a la sonrisa de su hija, aunque en realidad fue el agua de aquel manantial que era muy rica en minerales la que curó la avitaminosis de Elena.
Pasaron muchos días en los que Abrahán y Elena no podían dejar de pensar el uno en el otro.
Un día Paulino volvió a desaparecer. Elena lo encontró en el patio de su casa y quería poder llevarlo con Abrahán, pero no tenía la menor idea de cómo llegar hasta él.
Abrahán fue hasta aquel manantial pero no lo encontró allí, estaba muy preocupado de que esta vez sí lo había perdido para siempre.
Paulino besó a Elena en su mano y la miró con ojos que decían, “Sígueme”. Elena les dijo a sus padres que saldría a caminar por el pueblo con el burro y encaminó sus pasos hacia donde Paulino la llevara.
Llegaron al manantial y allí estaba Abrahán.
Sólo se miraron a los ojos y en esa mirada compartida se dijeron que se amaban desde el mismo momento en que se encontraron.
Un año después se celebró la unión matrimonial entre Abrahán y Elena. Su vida en común estuvo siempre bañada por un manantial de amor y de besos. 


 

Comentarios

  1. Muy original y grato ese relato basado en la historia de tus abuelos (mis bisabuelos) Abrahan Villalobos y Elena Hernández. Bases de una poética realidad se enlazan con el vuelo de la imaginación. Y resulta una historia bastante verosímil. Es muy agradable de leer ese relato. Según veo, es muy probable que la foto donde aparecen los aguadores, sea la antigua Calle Arismendi, en el Centro de Maracaibo, misma donde se crió la mayor parte del tiempo Mi abuelo Audoeno, quien era tu padre. Y es muy cierto que Papabrán tenía una flota de 20 burros que le alquilaba diariamente a los aguadores.

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    1. Dios te bendiga! Gracias por leer mi cuento y de ampliarlo con tus conocimientos familiares. Los recuerdos se arrigan mas cuando son compartidos. Un abrazo fuerte!

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  2. El comentario siguiente fuen enviado por WhatsApp por Zaida Petit:

    "Que relato más bello, toda una historia, hecha cuento. Me encantó y recordé el rostro de mi abuela tan bella que era, lo recuerdo por el retrato que mamá tenia de ella parecía una actriz de cine, unos ojos verdes preciosos. Aunque yo tenia 7 años cuando élla murió la recuerdo muy bien era muy cariñosa y bondadosa."

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  3. El comentario siguiente fue enviado por Aura Elena Nava por WhatsApp:

    "Me encantó tu cuento."

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  4. El mensaje siguiente fue enviado vía WhatsApp por Magda Petit:

    "Una historia bonita y muy romántica que para nosotros la hace  más especial al identificarnos directamente con sus personajes y saber que ese amor que describes fue verdadero."

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